martes, 2 de septiembre de 2008

Sin rastros visibles


Los pasos descalzos salieron de la habitación con una calma inusual. Enrumbaron hacia la cocina con el ritmo pausado de quien está caminado por el seguro sendero de su destino. El celular recién cerrado acompañaba una mano también cerrada. Otra mano, abierta, abrió el refrigerador, sacó el cartón de leche, descremada, y lo llevó a la boca.

La leche se inmiscuyó entre los labios, rodeó la lengua, bajó por su garganta y sólo se detuvo en el fondo de la sed del estómago. La mano abierta botó la caja de leche vacía en el basurero con un gesto tan altivo como certero. El mentón dejó pasar una gota de leche rebelde en su frenética carrera terminal hacia una fría baldosa del piso. El celular cerrado en la mano cerrada estremeció el instante final de la gota de leche en la fría baldosa del piso.

Rabiosa, la mano cerrada se abrió, y el celular describió una perfecta parábola por el aire de la cocina. Pero no entró en el basurero. Terminó estrellado en el piso de frías baldosas convertido en varias piezas más o menos reconocibles.

Con la calma del abandono las dos manos abiertas cayeron sobres los pies descalzos, frente a la estrellada gota de leche. Manos y pies, helados, desnudos, miraron como gotas saladas morían alrededor de una solitaria gota de leche estrellada en el frío plano de una baldosa de cocina. Gotas saladas cayeron y cayeron lejos de las piezas esparcidas del rompecabezas que había sido un celular. Un celular que no recibirá más llamadas de él.

Las piezas esparcidas del rompecabezas de la memoria que nunca habrán de calzar. Con el tiempo la sal de las gotas formó un charco que absorbió la solitaria leche. Las dos manos abiertas se alzaron. Los pasos salieron de la habitación con una calma inusual.

La mañana siguiente sólo quedaría un tenue rastro de sal seca sobre las baldosas frente al refrigerador.

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