Era tarde. Muy tarde. Pasada la una de la mañana. Mientras bajaba el ascensor desde el piso 25 de la Torre Catalina me miré al espejo. Me ví cansado. Me ví despeinado, con la corbata a un lado, el cuello de la camisa desabotonado, el terno arrugado y el bolso con el laptop colgando. Demasiado tarde para cenar. No porque en Buenos Aires fuese tarde para cenar sino porque yo ya no tenía más hambre. Me alcanzaban las fuerzas sólo para irme a echar a la cama. Mañana tendría que llegar a las siete a la oficina para terminar este puto informe de ventas para mi jefe. No es que no tuviera los datos de las ventas del trimestre. Lo que no tenía eran ventas en el trimestre. Y menos explicaciones de porque no andaban bien las ventas.
El guardia me abrió la puerta a la calle, con esa mirada muda de siempre. Debe de preguntarse qué tipo de chilenito pelotudo soy laburando tan tarde. Otra vez laburando tarde. Por cierto, era como siempre el último en salir de este puto edificio. Mientras caminaba por la calle respirando algo del aire que el viento traía, me pregunté; ¿salir más temprano para ir dónde? ¿a qué? Claro, a la pieza del Sheraton, ese que está frente a la Torre de los Ingleses. Como todos los días de todas las semanas de este año. Una mísera pieza de hotelucho a tres cuadras del laburo.
Distraídamente ví varios pósters de conciertos en una detención de bondi. Los Bee Gees. Silvio Rodríguez. Eso sería algo más entretenido que tratar de inventar ventas cuando los clientes no quieren comprar y los distribuidores no quieren vender. Mañana mi jefe me iba a recagar a pedos. Una vez más. ¿Cómo diablos no podía haber algo más que hacer en Buenos Aires de noche? ¿Cómo merda estaba en esto? Y bueno, en Santiago tampoco tenía nada que hacer de noche. Tres años ya que me había separado. Tres años grises dedicados a una pega de mierda.
Llegué al lobby del hotel, lleno de gente, aún tarde. Esperé un rato un ascensor y me subí. La misma cara cansada me miró en el espejo. Detrás mío entró un señor chico, pelado, con jeans azules, una camisa blanca abierta en el cuello y una cara de puto turista. Se veía contento, relajado, sonriente. No me miró siquiera. Lo ignoré con mi mejor cara de ejecutivo mientras pensaba en qué chamuyo tendría que contar mañana.
Quedé helado. Incómodo. Ese señor conmigo en el ascensor era Silvio Rodríguez. Tardé en reconocerlo. En el colegio había cantado todas sus canciones. Me las sabía de memoria. Casi todos los recreos alguien guitarreaba y el resto cantábamos sus canciones. Era mi ídolo de adolescente. Él me había inspirado en mis sueños. Veinte años después estaba frente a mí. En persona. Pero, yo ya no tenía nada que decirle. Yo era otro. Era otro. Sin mis sueños.
sábado, 6 de septiembre de 2008
El Espejo Roto
Publicado por Unknown en 11:33
Etiquetas: Buenos Aires, espejo, Silvio Rodríguez, sueños, textículo
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1 comentarios:
sniffffffff.....
:(
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